Gabriela, hija única, padres católicos. Colegio católico. Misa todos los domingos, pero eso sí, en la catedral, nada de capillas. Clases de piano dos veces por semana después de salir de la escuela de monjas.
La rutina, las órdenes, los deberes, a Gabriela nada le movía un pelo. Siempre hacía lo que los padres mandaban y todos felices. Miraba tele, leía revistas y, a pesar de que odiara el colegio y media clase la ignorara, ella estudiaba. Hasta ahí pero estudiaba.
Los padres, nunca conformes, secretamente deseaban que la hija fuera abanderada, que la subieran a un escenario, que se destacara, que mirara a todos desde arriba. Pero la única oportunidad que Gabriela tuvo de mirar desde arriba de un escenario fue cuando en tercer grado la maestra la eligió para que hiciera de árbol. Y ya.
Los años pasaron, Gabriela cumplió 15, tuvo su fiesta y conoció a Pablo una vez que fue a bailar. Mamá y papá vigilaban de cerca los horarios y los comportamientos de Gabriela pero todo parecía tranquilo y normal. Gabriela y Pablo, adolescentes al fin, con las hormonas en total ebullición no podían dejar de mirarse y besarse sin que se les prendiese fuego los genitales. Pero Gabriela siempre la tuvo clara: "Al matrimonio llego virgen".
Virgen de dónde? Gabriela accedió a ir a la cama, y preservaba su honor porque había otros lugares por donde Pablo (y ella, para qué negarlo) satisfascía sus instintos sexuales. No era el lugar por el cual le hubiese gustado debutar a Pablo, pero antes que nada...
El noviazgo adolescente terminó cuando Gabriela cumplió los 21 y conoció a Joaquín, atlético, casi dos metros de altura y olvidó sus prejuicios y aprendió a disfrutar de una sexualidad sana.
Al cabo de dos años, mientras preparaba los últimos detalles de su casamiento que ocurriría en un mes y medio, Gabriela descubrió que estaba embarazada. Qué mala suerte! Qué descuido!
Qué hacemos!? La fiesta? La gente? Qué dirán? Y el vestido!?!? No me va a entrar!!!
Sigilosamente, sin decirle nada a Joaquín, Gabriela confió en su católica madre. Mamá le cruzó la cara de un cachetazo pero no lloró.
La arrastró hasta un lugar oscuro y sucio donde una mujer con una cara horrenda le dijo que abriera las piernas.
Y al cabo de dos horas salió Gabriela, libre de culpa y cargo, lista para seguir planeando su fiesta de casamiento y con el alivio que da la tranquilidad de saber que el vestido (blanco e inmaculado) le iba a quedar como soñó.